viernes, 4 de enero de 2019

El cazador, 2

La noticia no tardó en extenderse como un rumor al llegar a la comisaría. Un cazador desquiciado, Antonio Roble, volvió solo de una batida de caza a la que había ido con su suegro, Francisco Aguilar. No paraba de repetir que habían visto una bruja que amenazó con matarlos a todos y que ella asesinó a su suegro. Los oficiales llegaron a pensar que Antonio había matado él mismo a Francisco, había perdido la cordura e intentó echarle la culpa a un ser inexistente. Pero no podían ignorar el hecho de que Francisco seguía desaparecido y el único testigo era su posible asesino, así que la policía envió una patrulla, y con ella a Antonio, para investigar el bosque y encontrar el cadáver. 

—Una bruja hecha de paja, dice —comentó el copiloto del coche, con sarcasmo—. ¿Y si hacemos un asado? Podemos echar al chalado este, unos filetillos saldrían.

—Pues es más creíble que cuando dijo Juan que había visto un fantasma en la casa del que asesinaron el martes.

—Ya. Igual estaba colocado y se asustó de cualquier bicho. Esta gente es de tiro flojo. 

—Aquí hay osos, ¿no? 

—Sí. Y puede salirte un león de un árbol también. Diego, por favor. 

—¿Qué? No he estado en el campo en mi vida, Julio.

—No te vas a cansar de ese chiste de mierda, ¿verdad? 

Diego dejó escapar una carcajada. Salió ligeramente del camino y aparcó el furgón en el arcén, al lado de una señal que indicaba la entrada al coto de caza. Bajó la ventanilla que insonorizaba los asientos delanteros del resto del vehículo. Antonio estaba mirando por la ventana, muy serio. La mujer que lo acompañaba fulminó con la mirada a sus compañeros.

—Os ha cundido el viajecito, ¿eh?

—Bueno, tú sabes... Antonio, ¿sabrás llegar desde aquí a donde está Francisco?

—Os digo que deberíais haberme dejado la escopeta. Esa perra sigue por ahí seguro y va armada.

—Claro… Lleva un arco —Diego bajó del coche mordiéndose la lengua para no reírse de él allí mismo y abrió la puerta del esposado cazador para después ayudarle a bajar. Julio y la otra agente bajaron también y los cuatro se reunieron junto a la señal. Antonio abrió el candado que cerraba la verja de la entrada y pasaron al interior. A pie, se adentraron en el bosque y avanzaron hasta que encontraron un rastro de sangre.

—Esto fue del coyote que cazamos, que le disparó mal mi suegro y se intentó escapar. Entonces le disparó otra vez cuando iba a saltar el tronco aquel —explicó Antonio mientras avanzaban hacia el tronco que había señalado. El hedor a descomposición había comenzado a extenderse y llegó hasta ellos momentos antes que la escena del cuerpo enredado en raíces en el suelo, con una flecha sobresaliendo de su pecho. Los tres oficiales se quedaron mudos al ver aquello. No se lo habían creído cuando escucharon la declaración, y habían estado riéndose de la bruja del arco desde que les dieron el caso por la mañana. 

La agente se puso unos guantes y una mascarilla blanca y se acercó a inspeccionar el cadáver mientras Diego llamaba a la comisaría para comunicar que habían encontrado el cadáver. La mujer tuvo que romper algunas de las raíces que lo atrapaban porque no le dejaban llegar hasta el cuerpo a través de las pocas aberturas en las extremidades.

—Tiene una contusión en la barbilla y hematomas por los brazos. Hay uno similar a la marca de una mano, puede que hubiera forcejeo...

—Fue ella —dijo Antonio, evitando mirar el cadáver y en su lugar, atento a su alrededor, como si buscara algo—. Cuando llegué, lo tenía tirado en el suelo agarrado del brazo. 

—La única herida que veo es la de la flecha. La mayoría de la sangre de la ropa seguramente no es suya —con esas palabras, la agente finalizó su inspección. Guardó sus cosas en el maletín y retrocedió unos pasos para ver de nuevo la escena y se dirigió a sus compañeros—. El hematoma del brazo no parece hecho por un hombre. Es una mano pequeña, parece de mujer. 

—Os lo dije. Fue esa bruja. ¡VEN AQUÍ, CABRONA! ¡QUE TE REVIENTE LA CABEZA! —comenzó a gritar el cazador, aún esposado, mirando como un poseso a todos lados. Diego y Julio intentaron calmarlo, pero él seguía gritando y maldiciendo.

—Será mejor que lo encierre en el coche mientras llega el inspector. A ver si podéis encontrar algo más. —Julio agarró del brazo al cazador y comenzó a caminar, llevándolo a empujones en dirección a la salida del coto y dejando atrás a los otros dos agentes. Comenzaba a refrescar y el viento no era agradable en medio del bosque, así que trató de aligerar el paso y llegar lo más rápido posible al vehículo, donde empujó a aquel desquiciado y lo metió en los asientos traseros. Acababa de encerrarlo cuando escuchó el aire silbar a su derecha y, al instante, un golpe seco. Al mirar, vio una flecha sobresaliendo de la rueda delantera del coche. Inspiró profundamente por el susto y, perplejo, miró al interior de la verja y cogió la pistola de su cinturón. Quitó el seguro y, listo para disparar, se adentró de nuevo en el coto.